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Instituto de Diversidad y Ecología Animal (IDEA CONICET UNC)

Los sherpas de la ciencia


Algunas veces, ciertas personas se vuelven invisibles. Seres de carne y hueso que, a pesar de su labor extraordinaria y/o indispensable, pasan desapercibidos frente a nuestros ojos. La ciencia no es la excepción. De hecho, sin estos invisibilizados de la ciencia, muchas investigaciones no podrían llevarse a cabo. Al igual que los sherpas nepaleses, esos invisibilizados de las montañas que llevan a cuestas el equipaje de los que pretenden hacer cima, los sherpas de la ciencia cargan en sus espaldas muchas veces la investigación de científicos y científicas. La intención de esta crónica es volverlos visibles. Al menos, por unas cuantas líneas.

No sé exactamente en qué momento de mi adolescencia habré conocido a los sherpas: hombres y mujeres que viven entre las montañas de Nepal y que se ganan la vida prestando sus servicios como guías u organizadores de excursiones al Himalaya. Muy probablemente, por medio de algún documental de esos a los que era aficionado en aquellos tiempos (un poquito lo sigo siendo). Lo que sí me animo a afirmar son las conclusiones apresuradas que saqué sobre ellos, motivadas seguramente por algún que otro prejuicio y por la manera en la que eran presentados en esos programas. Supuse que estaban ahí únicamente para acompañar a los alpinistas, para apoyarlos y cubrir las necesidades que les podían surgir durante su travesía a través de picos montañosos tan emblemáticos y desafiantes como el icónico monte Everest.

Y la verdad es que tan errado no estaba. Esto es en gran parte así. Los sherpas son contratados para realizar múltiples tareas de acompañamiento durante el ascenso y descenso de los alpinistas. Sin embargo, los sherpas son mucho más que acompañantes. El problema es que en aquel momento no lograba ver ese panorama. El cuadro completo recién lo pude notar varios años después, cuando finalmente conocí otros “sherpas”. Y cuando digo conocer no me refiero a que me aventuré a coronar un pico montañoso o realizar una travesía entre indómitos ambientes de montaña. Lejos estoy de tomar esos desafíos. Sin ir más lejos, soy del puro llano, de Formosa, donde abundan los montes y esteros, y las montañas son sitios lejanos para ir a conocer alguna vez en vacaciones. Además, no le tengo mucho apego a la altura y me agito subiendo calles empinadas de camino a mi casa en Córdoba capital. Entonces, ¿dónde y cómo conocí a estos otros “sherpas”?

¿Sherpas formoseños? ¿Cordobeses?

Cuando inicié la carrera en ciencias biológicas, aún con mis vaivenes, siempre tuve la idea de trabajar más cerca al biólogo de campo que al de laboratorio. Tanto es así que, en 2014, aproveché sin dudar la oportunidad de realizar mi trabajo de finalización de carrera con una investigación a campo centrada en el estudio de anfibios y reptiles. Todo esto, con el aliciente de poder desarrollarla en el campo de mis abuelos, en Colonia La Picadita, Formosa. Un lugar cargado de vivencias y recuerdos, y de los buenos. Esa experiencia fue todo lo bueno que podría haber sido, y resultó el detonante de uno de los aspectos más positivos y hermosos que he tenido el gusto de disfrutar en esta profesión que amo, la de biólogo e investigador de campo. Durante los 4 meses que pasé en esa pequeña colonia escondida entre esteros, montes y palmares, aprendí que hay muchas más dificultades de las que los libros nos enseñan. También aprendí que la naturaleza es mucho más compleja de lo que el mundo académico nos intenta representar.

Ariel Silva guiándonos por donde no hay camino en plena sal.

Pero sobre todo, aprendí que cuando surgen los problemas, las soluciones suelen hallarse en lugares o personas no convencionales. Esas soluciones me llegaron de la mano de las familias que vivían en los campos cercanos a donde yo me encontraba. Los picaditeños (¿o picaditenses? Recién ahora noto que no sé cómo referirme a ellos) me dieron una ayuda inestimable que percibí en ese momento como un acto de bondad fuera de lo común. Sospeché que toda esa ayuda podría deberse, en parte, a que yo era el nieto de unos de los primeros pobladores que hicieron crecer a ese lugar. Creí recibir un trato diferencial al no ser considerado como alguien “de afuera”, sino como un verdadero descendiente de lugareños. Sin embargo, nuevas experiencias con lugareños en otros sitios de Argentina, donde yo ya no era el nieto de nadie, me demostraron que esto no era así.

Balbino Bueno ayudándonos en el Chaco Húmedo formoseño

Ya metido de lleno en mi profesión de biólogo, con más saberes y herramientas bajo la manga, seguí encontrándome con más y más dificultades. Cada lugar nuevo, como el Chaco Árido cordobés o las Salinas Grandes de Córdoba, me fue sumando una lista de desafíos nuevos. Pero en cada uno de estos lugares también hubo otra constante: la ayuda de las familias del lugar. Una ayuda difícil de poner en palabras y que atraviesa un montón de aspectos del trabajo de campo de las personas que hacemos investigación.

Fue en ese preciso momento de mi vida cuando finalmente me cayó la ficha y logré atar cabos sueltos. Fue recién entonces cuando me percaté de que aquella relación entre sherpas y alpinistas que había visto en documentales en tiempos de mi adolescencia era una relación generalizable. Una generalización subjetiva, por supuesto, pero que me animo a evocar con mucha seguridad. La gente de campo, el lugareño, es para el investigador de campo lo que un sherpa es para el alpinista. Algo necesario, un alivio, un compañero y, muchas veces, también un amigo inesperado. Desde visitas desinteresadas que se transforman de la nada en un trabajo codo a codo mientras se comparten unos mates, hasta pedidos explícitos de ayuda sin encontrar un solo “no” pero que del otro lado se premian con unas charlas acompañadas por más mates. El lugareño ayuda en las tareas propias del proyecto de una investigación. Su experiencia, saberes y conocimientos son muchas veces fundamentales: sabe dónde encontrar al “bichito” tal; sabe dónde hay más de esas plantas que son así o asá; sabe dónde se inunda cuando llueve; sabe a qué hora del día aparece el pájaro aquel; sabe dónde la tierra es más blanda para cavar y colocar trampas; sabe por dónde es más cerca llegar a ese lugar; sabe porque lo vio, porque lo vivió, porque lo sufrió, y te lo cuenta porque no entiende de mezquindades sobre los saberes. Es un “sherpa” porque te acompaña, te guía y te enseña. Y no quiero dejar de destacar otra inestimable ayuda, muy difícil de notar algunas veces pero, que a la larga, hace de esta profesión mucho más amena. El lugareño siempre suele mostrar un genuino interés en tu trabajo, escucha e interpela constantemente porque quiere aprender, quiere conocer. Es inevitable sentir que tus conocimientos son valorados y, a la vez, son puestos a prueba. De estos intercambios salen nuevas ideas y desafíos, nuevas interpretaciones de los resultados, y muchísimas nuevas anécdotas.

Javier Bueno ayudando a vestir el guardamonte a Nicolás Pelegrin.

 

Sherpas de montaña, “sherpas” de la ciencia: un solo corazón (invisible)

Pero hubo algo más que me ayudó a desarrollar esta idea de “sherpas de la ciencia”. Aunque, esta vez, algo ya no tan agradable. Cuando leí y ahondé por curiosidad sobre los sherpas nepaleses, comprendí que detrás del reconocimiento, las hazañas y los récords mundiales en materia de alpinismo que inundan la historia reciente de los sherpas nepaleses, hubo (y hay tal vez) momentos plagados de invisibilización y cierto desprecio que contrastan con las noticias de grandes logros y conquistas conseguidas por alpinistas extranjeros. Desde el inicio de la relación entre sherpas y alpinistas, allá por el 1800, los roces entre ambas culturas fueron evidentes. Cuestiones motivadas por la discriminación étnica, jerarquías sociales, e incluso las comparativas en el rendimiento deportivo (que perduran hasta el día de hoy), han contribuido a esta tensión. Aun así, para el pueblo sherpa, la tarea de acompañar y ayudar a los alpinistas pasó a ser una fuente de ingresos muy importante.

En pleno siglo XXI, ser sherpa ya no hace referencia únicamente a la pertenencia a un pueblo de rasgos marcados por la crudeza del frío y la altura. Ser sherpa es también un oficio, una marca distintiva de aquellos que, con experticia y valor, emprenden cada una de las expediciones que les encargan o que ellos mismos organizan.

Gabriel Romero y Ariel Silva se preparan a rescatar unos lagartos que se cayeron dentro del pozo de agua.

Leer sobre esta tensión entre dos grupos, expertos reconocidos y lugareños invisibilizados, me generó una sensación familiar. Una sensación que me resulta compleja de describir, pero que me recuerda a lo que te invade cuando, de casualidad, volvés a escuchar esa canción que habías olvidado y que adorabas. Ese sentimiento entre nostalgia y descubrimiento que te invade en ese momento en que suenan los primeros acordes. Entendí que la relación lugareño-investigador, bien conocida entre los protagonistas, es desconocida o, a lo sumo, sospechada por los demás. Inclusive, existe cierto menosprecio hacia lo que se piensa que puede brindarle un lugareño, que muchas veces no ha alcanzado estudios más allá del secundario, a una persona que hace ciencia. Aparecen términos como “campesino”, “campechano” o “chuncano” que, alejados de sus concepciones originales, simbolizan muchas veces un abismo implícito que pareciera haber entre los conocimientos entre uno y otro.

Lamentablemente, podemos hallar una narrativa similar al menosprecio que los sherpas nepaleses han sabido recibir, o que aún reciben. El uso despectivo del “chuncano” para referirse a la personas que viven en la ruralidad me hace acordar, en parte, al menosprecio que pasaron los sherpas sólo por ser de donde eran. Los que compartimos y vivimos la experiencia de formar parte de su día a día y de relacionarnos desde la camaradería sabemos lo alejado de estas concepciones tan erradas. «Chuncano no es ser quedado, yo espero quede aclarado» sabe decir José Luis Aguirre, popular cantante y compositor del folklore cordobés. Con estas palabras, que comparto plenamente, es mi deseo y mi objetivo dar a conocer el rol y la labor en una investigación de quienes muchas veces son invisibilizados y, muchas otras veces, esquivos al reconocimiento. Detrás de cada investigador que toma el desafío de estudiar y explorar la naturaleza existen “sherpas” argentinos, “sherpas” chuncanos que transitan el mismo camino que el investigador. “Sherpas” que hacen ciencia y que coronan la misma cima que mis colegas y yo, pero que, tristemente, no figuran en la foto final. Pero no se preocupen, que no soy tan ingenuo en mis deseos. Claro que me gustaría que esto cambie de manera rotunda, pero sé que es difícil. Tanto el jugador o jugadora que no vio minutos en cancha en todo el torneo y se cuelga la medalla de campeón como el actor secundario o actriz secundaria que participa en una película y aparece en los créditos finales, ninguno es tenido en cuenta para figurar en el póster del campeón ni en el de la película.

No son los más conocidos y su trabajo no es el más visible. Pero han estado allí. Sin dudas han trabajado y ven premiados y retribuidos de alguna forma sus esfuerzos. Esa retribución es mi segundo anhelo, que busca e imagina que esta relación entre investigadores y la gente del lugar encuentre una manera de ser formalizada de la misma manera en la que los sherpas nepaleses lo hicieron y supieron aprovechar. Iniciemos aquí por conocer este vínculo, sin perder de vista que eso solo es el primer paso.

Finalmente, es mi deseo que, con el pasar del tiempo y a través del merecido reconocimiento, estos “sherpas” a quienes tanto debo entiendan que no solo me han ayudado a mí y a otros en una investigación: ellos mismos hacen ciencia. Su valor no está únicamente en colaborar, sino también en enseñar y aprender en el proceso. Espero que logren apropiarse de este rol que de manera casi involuntaria han adoptado y que les otorga, a mi humilde entender, un oficio, un lugar y una función única que solo ellos pueden brindar: ¡la de los sherpas de la ciencia!

Espero que estos párrafos hayan podido reflejar en parte mi profundo agradecimiento a esas familias con quienes viví estas experiencias. Las familias Bueno de La Picadita, Silva de San José de las Salinas y Bustamante de Las Toscas, son algunas de las tantas que conforman mi listado de sherpas amigos. No puedo evitar recordar las palabras de mi madre dándome tranquilidad antes de mis primeras experiencias en el campo: “si te falta algo no dudes en ir a pedirle a alguna familia cerca, te van a dar hasta lo que no tienen”. Una frase que no solo repite mucho, sino que refleja su modo de vivir, tal vez por ser hija de sherpas.


A José Sánchez lo fascinan de los reptiles y el monte chaqueño. Como buen formoseño ama el calor y el tereré.